Erase una vez un matrimonio que tenía mucho deseo de tener un hijo. Tras muchos intentos, sus deseos se hicieron realidad y la mujer quedó en estado de buena esperanza.
El matrimonio vivía en una pequeña casa y a través de la ventana de su alcoba, veían un hermoso huerto repleto de flores y legumbres. El huerto estaba rodeado por una tapia para dificultar su entrada y pertenecía a una vieja hechicera temida por todos cuantos la conocían.
Un buen día, mientras miraba por la ventana, la mujer observó en el huerto una plantación de ruiponches y tenían un aspecto tan fresco que parecían apetitosas. La mujer sintió antojo por comérselas y durante días no paraba de mirarlas. Con el tiempo, el hecho de no satisfacer ese antojo ocasionó mucha tristeza y palidez a la mujer. Al verla, el marido se preocupó y le preguntó: “¿Qué tienes esposa mia?, ¿te encuentras mal?"
A lo que la mujer respondió: “Ay esposo, tengo mucho antojo de ruiponches y si no puedo comerlas del huerto de al lado de casa, creo que me moriré”.
El marido, que sentía devoción por su esposa, se propuso conseguirlas a toda costa. Al anochecer saltó la tapia, cogió un puñado de ruiponches y regresó a casa con ellas. La mujer se las comió y se restableció un poco. Al día siguiente, el antojo había crecido, tenía muchas más ganas de comerlas y el marido regresó para coger más. Sin embargo, en esta ocasión fue sorprendido por la hechicera.
Ésta le recriminó: “¿Cómo te atreves a venir a mi huerto a robar mis plantas?”
Y el marido respondió: “Perdonad mi atrevimiento. Mi mujer ha visto las ruiponches por la ventana y está antojada de ellas y si no las come se morirá. Las necesito”
La hechicera rebajó su enfado y le contestó: “Si es así, coge cuantas quieras, pero a cambio te pediré algo. Tendrás que entregarme el bebé que de a luz tu mujer y yo lo cuidaré como si fuera su madre. Te prometo que no le faltará nada”.
El marido lleno de pena, no pudo negarse para salvar la vida de su mujer y cuando su mujer dio a luz a una niña preciosa, éste la entregó a la hechicera. La vieja le puso por nombre Ruiponche. La vieja hechicera la crió y cuando Ruiponche cumplió los doce años, la encerró en una torre sin escalera ni acceso
Transcurridos un par de años, una mañana el príncipe pasó cerca de la torre y escuchó los canticos y embelesado por tan dulce voz, se detuvo a escucharla. Intentó acceder a la torre pero no encontró forma de hacerlo. A partir de ese día, fueron muchos los que el príncipe visitaba aquel lugar para oírla cantar.
Un día, mientras andaba el príncipe por allí, escuchó un ruido y se escondió. Era la vieja hechicera que venía a ver a Ruiponche. El príncipe vio como Ruiponche descolgaba sus cabellos para la vieja hechicera y decidió probar suerte con ese método en una próxima visita.
El príncipe al día siguiente, acudió y gritó las palabras que le había escuchado a la vieja hechicera: “Ruiponche, Ruiponche, echa tus cabellos que yo subiré por ellos”.
La joven descolgó sus cabellos y el príncipe escaló por ellos. Ruiponche se sorprendió al verlo, porque no conocía a ningún hombre. El príncipe fue tan amable y le ofreció su amor y sacarla de aquella prisión a través del matrimonio. Ruiponche pensó para sí misma que seguro que se sentiría más querida con el príncipe que con la hechicera y aceptó la propuesta de casamiento del principe.
Ruiponche le dijo al príncipe: “Encantada me marcharía contigo, pero no sé cómo bajar de la torre. Así que hagamos una cosa. Siempre que vengas a verme tráeme unos cordones de seda y yo fabricaré una escalera y cuando sea lo suficientemente larga, bajaré y nos iremos en tu caballo”
Todas las noches el príncipe se acercaba a ver a su amada y a llevarle los cordones de seda, ya que la hechicera la visitaba de día y así no se encontraban.
Un buen día, Ruiponche metió la pata inocentemente y preguntó a la vieja: “¿Cómo es que te cuesta tanto subir cuando el príncipe llega en un instante a mi lado?”
La hechicera se enfadó tanto al ver que alguien más tenía contacto con ella, que le cortó la cabellera y la llevó a un desierto, donde la condenó a vivir entre lagrimas y dolores. Además, urdió un plan para verse cara a cara con el príncipe. Cogió los cabellos cortados y los descolgó por la ventana durante la noche.
El príncipe subió por los cabellos y se encontró con la hechicera. Ésta le dijo burlándose de él: “El pájaro no está en su jaula y no lo volverás a oír cantar. Tus ojos tampoco lo verán más porque no la encontrarás nunca”.
El príncipe abandonó el castillo muy apenado y se lastimó los ojos al saltar de la torre y al dar con unas zarzas. A ciegas comenzó a vagar por el bosque y así estuvo mucho tiempo alimentándose de hierbas y llorando a su amada. Un día llegó hasta donde se encontraba Ruiponche y al oírla cantar la reconoció y se acercó a su amor abrazándola y llorando. Las lágrimas le devolvieron la vista. Juntos buscaron la forma de volver al castillo, donde fueron recibidos por el rey con alegría y se casaron y vivieron felices para siempre.